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MORIR EN EL HOSPITAL

  • Foto del escritor: Lalo Rojas A
    Lalo Rojas A
  • 30 sept 2020
  • 6 Min. de lectura

Dicen que la muerte y la enfermedad nos igualan a todos, que no distinguen ricos de pobres, guapos de feos, acaudalados de desposeídos #COMENTARIO #ESTADO

MORIR EN EL HOSPITAL

Por: Baltazar López Martínez Balta LM

Dicen que la muerte y la enfermedad nos igualan a todos, que no distinguen ricos de pobres, guapos de feos, acaudalados de desposeídos, que la epidemia azota por igual al que tiene y al que no tiene, y que los ricos también lloran. Es mentira. La enfermedad se está ensañando con los más pobres, y lo hace por una razón muy simple, son los que deben salir de la casa a buscar el sustento diario. Felices son quienes pueden quedarse en casa a resistir el paso de la epidemia, que tienen el sustento asegurado y más felices aquellos que al primer síntoma de catarro, de tos, de ardor en los ojos, pueden acudir a las clínicas particulares, porque es un hecho, lector, lectora, que el 80 por ciento de las defunciones por Covid-19 ocurren en los hospitales públicos.

Hay varias razones para ello. Hospitales como ABC reportan que sólo mueren 7 de cada 100 pacientes que atienden por esta enfermedad. En parte esto se debe a que la demanda que tienen estas clínicas es mucho menor que en el IMSS o el ISSSTE, pero los reportes insisten en que es en estos últimos, así como los pertenecientes a los sistemas de salud nacional y estatales, donde muere la mayor parte de los pacientes hospitalizados por enfermedad respiratoria grave, casos que además están ligados a la pobreza y el bajo nivel de estudios. La principal causa es la carencia de equipo e insumos, las graves deficiencias de un sistema carcomido por la corrupción, en el que el personal médico, de enfermería y administrativo se juega la vida a diario y da la batalla con lo poco de que dispone.

Pobres de los pobres a los que les toca morir en los hospitales públicos. Dice el Congregador: “Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia; porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo”. Cierto, la muerte nos espera a todos en algún recodo del camino, pero hay de muertes a muertes. No es lo mismo morir en un hospital de lujo, atendido por los mejores médicos del mundo y con todos los paliativos, a morir en un hospital del gobierno, aislado de las personas que amas y rodeado más bien de rostros indiferentes.

De verdad, si quieres saber del sufrimiento humano visita uno de estos hospitales, donde la gente muere en medio de la desesperanza, sin la posibilidad siquiera de partir de una manera digna. Supongo que morir es lo mismo, un detenerse de manera repentina, una cesación de cualquier clase de pensamiento, una especie de sueño del que ya no regresas. El problema es lo que ocurre mientras te mueres, los días o los meses agónicos en los que el cuerpo se va derrumbando, cuando de manera irremediable emprende su camino de regreso al polvo del que hablaba el Congregador.

Sufre el paciente por la falta de medicamentos, sobre todo porque no hay tratamiento definido contra la Covid-19, sufre por las carencias de un hospital donde no hay ni siquiera aspirinas, donde un estudio de rayos equis, un análisis de química sanguínea vienen a ser un privilegio que les está vedado a la mayoría. Y te mueres sabiendo que no te queda otra que morirte; te mueres como pidiendo perdón por ser pobre y causar tantas molestias. Te mueres sabiendo que te vas a morir y que no hay nada qué hacer, porque es muy común morirse. Quién tuviera los medios para volar a Houston a las primeras señales de alarma, la cefalea, la fiebre, la dificultad para jalar aire, la punzada en el páncreas, el mareo repentino, la dispepsia… Pero no. Hay que hacer interminables antesalas, escrutar rostros indiferentes, convencer a los demás de que en realidad ya no puedes respirar, que te duele el costado; hay que empezar a morir en esos pasillos cochambrosos, en esas salas que están a punto de colapsarse de tan viejas.

Sufre el paciente y sufren sus familiares, que deben sobrevivir en los pasillos, comiendo tortas o tacos, cuando bien les va, expuestos a la intemperie, obligados a dormir en cartones. Sufren por no tener siquiera dónde ir al baño, dónde asearse o cambiarse de ropa. Son los que estorban en los pasillos, son a los que corren los policías porque obstaculizan el libre tránsito y además afean el de por sí horrible paisaje del hospital. Son los pobres, los que huelen mal, los que tienen internado al abuelo con Covid, al hijo con tuberculosis, al tío con diabetes, a la abuela que muere de soledad o de cansancio o de cáncer. Y sufren al saber que no hay más, que el dinero, siempre el maldito dinero, no alcanza para pagar una tomografía, mucho menos una resonancia magnética -es un lujo inalcanzable-, porque apenas hay para las vendas, para el paracetamol o el suero.

¿Pensarán en ellos los políticos cuando elaboran sus discursos fraudulentos, sus declaraciones mendaces? ¿Pensaran en los cientos de enfermos que pueblan los pasillos rascuaches de los hospitales públicos, en el dolor de la gente que no tiene un peso para mandar a hacer análisis o comprar el medicamento? Por supuesto que no. Los enfermos son apenas la carne de cañón de las campañas políticas y sirven cuando mucho para tomarse la fotografía con ellos, en actitud compasiva, como si en realidad comprendieran la naturaleza del dolor de esas personas. Los enfermos existen en las estadísticas, que a fuerza de repetirse pierden su significado.

Hoy la cifra de los decesos por la Covid-19 llega casi a los 80 mil casos estimados. Las autoridades insisten en que se trata de un fenómeno inconmensurable, es decir, que no se puede medir, y que por ello es imposible saber en realidad cuántos muertos van, porque además la finalidad del sistema de vigilancia epidemiológica no es hacer sumas y restas y manejar cifras, según advierte el vocero del gobierno, que al referirse a los decesos los califica de lamentables, pero más como una fórmula de cortesía que por real y verdadera empatía.

Hay pues una gran cantidad de personas cuya muerte pasará desapercibida incluso para las frías líneas de los gráficos de la estadística. Gente anónima que se ahoga en su casa, o peor, en la calle, que no tiene la posibilidad de hacerse de un tanque de oxígeno o de otros paliativos, personas que simplemente ya no están, pero que fueron padres y madres, abuelos y hermanos, amigos, gente que merecía algo más que esa muerte anónima, ese sufrimiento de saberse sin esperanza.

Aun así, y pese a que todos sabemos de un amigo muerto, de un familiar, de un vecino, hay gente en la calle que se niega a usar algo tan simple como un cubrebocas. ¿A esa gente qué le pasa, quién les hizo tanto daño como para que sean incapaces de mostrar un gesto de empatía y solidaridad con el prójimo? Porque no se trata nada más de ellos, sino de las personas a quienes podrían contagiar, y que no tienen la culpa de las taras y las deficiencias personales de otros. Esta actitud de menosprecio por la persona revela un desprecio que no puedo comprender. ¿Acaso no temen contagiar a sus seres amados? ¿O será que no son capaces de amar a nadie?

Alguna vez pensé: que no lo usen, total, que se muera quien tenga que morir. Pero estaba equivocado, porque a causa de esa actitud de menosprecio en realidad está muriendo mucha gente inocente. Así, vemos los bares atestados, a la gente haciendo fiestas como si no pasara nada, a familias completas sin la menor protección, en autobuses y automóviles de alquiler, en las plazas y los mercados, como si nada.

Edward Norton Lorenz propuso que, si hay dos mundos muy similares, pero en uno de ellos hay una mariposa aleteando, con el paso del tiempo esos mundos, que en un inicio eran similares, terminarán siendo muy diferentes, y a ese fenómeno se le llama El Efecto Mariposa. En pocas palabras significa que una pequeña acción como el aleteo de una mariposa puede afectar de maneras insospechadas el desarrollo de una sociedad: si la mariposa aletea en Nueva York puede que llueva en Japón. Pues bien, con cada imbécil sin cubrebocas presenciamos al Efecto Mariposa de la Mezquindad Humana. Tal parece que no tenemos remedio.


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