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EL TREN. NUESTRO QUERIDO RAMAL DE SAN ANDRÉS.

EL TREN. NUESTRO QUERIDO RAMAL DE SAN ANDRÉS.

Cuando niño vivía en una ranchería que se llamaba “Aguacapan”, era un lugar apacible, unos cuantos jacales alrededor de la pequeña escuela, las vías del tren pasaban en medio del caserío y un arroyito rumoroso a sus orillas; mis padres eran los maestros rurales y daban clases a los niños, en este lugar no había los ruidos de las grandes ciudades, todo era paz y tranquilidad y los días pasaban lentamente, el silencio solo era roto por el silbar de viento el canto de las aves y el susurrar de las chicharras.

Pero existía una parte diaria y emocionante, por las tardes, todos los habitantes de la pequeña comunidad esperábamos que sonara a lo lejos el silbato del tren anunciando su llegada, comunicándonos que regresaba de su viaje de aquellas lejanas partes del inmenso llano; todos corríamos hacia las vías, donde sabíamos que paraba, algunos de los presentes querían abordarlo y viajar hacia la civilización, los demás, tan solo presenciar como aquella gran máquina llegaba rugiendo, lanzando bocanadas de vapor por todos lados, rechinando sus grandes ruedas sobre los vías de acero y haciendo crujir a los durmientes.

Era todo un espectáculo, lo viví muchas veces y en cada una de ellas me emocionaba y lo mismo pasaba con el resto de los que ahí nos encontrábamos.

Se detenía tan solo unos minutos, los necesarios para permitir que bajaran los que aquí terminaban su jornada y subieran aquellos que la iniciaban y en la misma forma que había llegado comenzaba su salida, con silbatazos y la campanita sonando incansable, poco a poco, entre bufidos y nubes de vapor desaparecía por la curva y el tremendo ruido se aleaba poco a poco hasta perderse en la distancia. Se dirigía a su destino final, San Andrés Tuxtla, en el estado de Veracruz, México.

Una vez que pasaba el caballo de acero, nuestra ranchería volvía a quedar en el silencio y como dije anteriormente, arrullado por el silbar del viento, las notas musicales del canto de las aves y el monótono murmullo de los insectos. Entonces todos volvíamos a nuestra rutina hasta terminar el día. Por lo regular nos acostábamos a dormir poco después del ocaso de cada día, pues entre otras cosas no había luz eléctrica, tan solo nos alumbrábamos con los ‘‘mechones’’ o las bombillas, ambos alimentados usaban petróleo como combustible.

Cuando la maquina regresaba para internarse en los llanos y llegar hasta a la estación de Rodríguez Clara, allá en lo más alejado de las grandes planicies, lo hacía en la madrugada y por lo regular todos estábamos durmiendo y no lo escuchábamos y si nos despertábamos, dábamos la vuelta a la almohada, nos acomodábamos mejor y volvíamos a quedar en los brazos de Morfeo.

Pero esas tardes cuando él venían a visitarnos, quedaron grabadas muy adentro de mi ser y es que no cabe duda de que el tren, era una parte íntima de todos nosotros y hoy que ya no existe y que he visitado ese lugar, he lamentado la ausencia de ese nuestro amigo hondamente, un sentimiento casi como aquella emoción que sentía cada vez que él llegaba en esos lejanos años, pero, hoy, me he sentido triste, pues se, que, a él, no volveré a verlo.

Las rancherías han cambiado, también ha cambiado el paisaje, es diferente, si creo que todo, todo parece distinto, en ocasiones, solo cerrando los ojos y abriendo el corazón puedo volver a vivir, aunque sea tan solo por un momento, la gloria de esos tiempos lejanos, que en ocasiones asemejan a ser tan solo una ilusión, algo que, sin darme cuenta grave, al paso de los años en mi niñez y que hoy tan solo existen adentro de mí, pero como un sueño o tal vez tan solo un cuento. Si, un cuento, un cuento hermoso de hadas.

TOMADO DEL MURO DE: Hugo Moreno-González EL TUCAN.






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