LAS CAMPANAS QUE ALEGRARON MI PUEBLO
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LAS CAMPANAS QUE ALEGRARON MI PUEBLO
Del Cronista…
Salvador Herrera Garcia
En los albores del siglo pasado, dos eran las campanas que, por su sonido vibrante y melodioso, destacaban en la parroquia de nuestra Señora del Carmen, en la antigua Villa de Catemaco, del Cantón veracruzano de los Tuxtlas.
Con su metálico tañido despertaban al alba, tocaban a rebato en días de júbilo y doblaban en póstumas despedidas. Tenían los nombres de Canuto y Marta, singular pareja que vivió en el pequeño poblado, al arrullo del lago y de la paz porfiriana.
Don Canuto Bernal era un respetado amo y señor del comercio de verduras, semillas, frutas y flores. Su fama de hombre cabal, rico y generoso se extendía por el Cantón y los llanos de Sotavento. Comenzó desde pequeño, cultivando la parcela familiar. Con el tiempo adquirió más terrenos, aumentó los sembradíos y armó una flota de piraguas que cargadas de productos agrícolas eran esperadas diariamente en el embarcadero de la villa. Desde la placidez de su rancho dirigía sus negocios que abarcaban el pueblo de Catemaco y las congregaciones de la ribera del lago.
De buen porte. Alto y delgado. Serio y trabajador, de trato fino y, además, soltero, tenía el aprecio popular. Tal vez por su rostro barbado la gente comenzó a llamarlo “Tio Canuto”. No era asiduo al licor, tampoco jugador ni mujeriego. Cuando iba al poblado, sus únicos gustos eran charlar con los principales de la Villa y visitar a la Virgen del Carmen, patrona del lugar. Aunque lo rondaban las mozas casaderas, Canuto sólo fijaba su atención en sus negocios y en las visitas a la iglesia.
Con frecuencia efectuaba prolongados viajes a Veracruz o a Tlacotalpan, para ello se trasladaba a caballo hasta el puerto de Sontecomapan donde abordaba el pequeño vapor “El rayo”, que periódicamente partía de Veracruz para surtir provisiones a los faros de la costa del Golfo y retornaba con carga y pasajeros.
Una ocasión Tío Canuto se ausentó varias semanas y retornó hasta las fiestas patronales de julio de 1888 –año recordado por la aparición del cometa Halley y por un tremendo ciclón-, casado con una bella joven llamada Marta, quien pronto se ganó el respeto y la estimación de la comunidad.. Entonces la gente dejó de llamarlo “tío” y pasó a ser “don”. En tanto la dama ganó el tratamiento de “doña”.
Don Canuto adquirió más tierras y se convirtió en acaparador de cuanto producto agrícola se recolectara en los contornos. Quince grandes piraguas además de lanchones y cayucos, todos de su propiedad, surcaban a diario el lago colmadas de maíz, frijol, arroz, papas, cebollas, camotes, plátanos, calabazas, cañas, malangas, yucas, tomates, coles, chiles, y plantas aromáticas…Café en grano.
Un rico surtido de flores y diversidad de frutos, según la estación: nanches, escobillas, chigalapolin, ilamas, abaxbabis, anonas, guanábanas, mangos, nompis, jobos, ciruelas, zapotes, guayabas, aguacates, mameyes, papayas, naranjas, limones, piñas, chininis, sandías, melones, cocos… También gallinas y guajolotes, tasajos de carne salada…dulce de panela, damajuanas de alcohol, aguardiente refinado y grandes tablones de finas maderas
Por 1900, el matrimonio decidió dejar el rancho y radicar en el poblado. Entonces Don Canuto adquirió un solar extenso, próximo a la parroquia y al embarcadero. Mandó construir una sólida y amplia casa de madera, con muchas habitaciones y anchos aleros, techumbre de tejas y piso de masería. En el patio levantaron bodegas y establos.
La casona era admirada por su fina madera, pulida y barnizada, que hacía contraste con el barro rojo de tejados y pisos. Y por las raras y variadas flores que adornaban los corredores. Curiosidad provocó un día el ajetreo de los mozos al desempacar y acomodar el mobiliario procedente de Veracruz, transportado en vapor al puerto de Alvarado, y de ahí a lomo de mulas hasta Catemaco, por difíciles y lodosos caminos de herradura.
El matrimonio se instaló en la nueva casa, cuyas habitaciones lucían espejos, relojes, candiles, vajillas y demás enseres de manufactura europea, reflejo del refinamiento y recursos de los propietarios.
Al amanecer comenzaba la actividad. Una cuadrilla esperaba el arribo de las piraguas y transportaba la mercancía a las bodegas. Más tarde se iniciaba el incesante ir y venir de mozos y clientes que cada mañana se surtían de variados productos para revenderlos en congregaciones aledañas.
Diariamente, muy temprano, los señores acudían a misa. Al terminar, doña Marta regresaba a la casa, en tanto su esposo permanecía largo rato postrado ante la imagen de la Virgen del Carmen, que desde su barroco altar de madera tallada y recamada de oro, presidía la vida del poblado.
En el silencio del templo destacaba el murmullo del orante. Era largo el monólogo ante esa imagen labrada en madera valenciana, que desde niño veneraba. Tal vez platicaba a la Virgen sus proyectos, tal vez le suplicaba o agradecía milagros y dones.
Quizás, en esos momentos, ante la imagen, evocaría su infancia y la leyenda que su madre le platicaba: “Hace dos siglos, cierta noche tempestuosa un pescador se refugió en un tegal,o casa de piedra, y dentro de esa gruta encontró la bella escultura dejada ahí por el fraile Diego de Lozada…” Desde entonces, la Virgen es la patrona del poblado y venerada en todo el Cantón de los Tuxtlas…” Al término de su oración, Canuto salía a emprender las labores del día.
La pareja era muy estimada. En todo acontecimiento se destacaban la gallardía enérgica de él y la esbelta y dulce figura de ella. Fungían como consejeros y gestores. Atestiguaban pedimentos o apadrinaban bodas y bautizos. Asiduos concurrentes a tertulias, eran compadres del alcalde, don Pancho Mortera. Mantenían estrecha amistad con el párroco Domingo Reverter y con los hacendados y tabacaleros extranjeros. Y monseñor José López, obispo de la diócesis de Tehuantepec, era huésped frecuente del matrimonio, cuyo hogar estaba siempre abierto a las visitas importantes.
Sin embargo, lenguas envidiosas hacían circular ciertos rumores referentes a la riqueza de don Canuto. Decían que el capital se debía a un pacto con el diablo. E insinuaban que las constantes visitas a la iglesia, tenían el propósito de congraciarse con la Virgen, por el diabólico compromiso.
Un mozo del rancho llegó a contar que algunas noches de luna llena, don Canuto se adentraba en la montaña por largo rato. Y al retornar, un extraño fulgor se desprendía de su mirada. Otro sujeto juraba que el tío poseía secretos de la magia negra, que leía el libro de “San Cipriano” y las oraciones del “Ánima Sola”. Y aseguraba que escondía esos libros satánicos en la oquedad de una gigantesca ceiba.
Murmuraban que los conjuros del “Gran Grimorio” y de las “Siete Potencias” le permitían estar en dos sitios al mismo tiempo, tener revelaciones sobre el futuro y hasta…convertir hojas de árbol de cacao en billetes.
Según las consejas, don Canuto tenía la ayuda del “familiar”, un grupo de Chaneques encargados del trabajo nocturno. Realizaban en breve tiempo labores que normalmente requerían horas. Tenían el poder de multiplicar lo que tocaban, por ello la mercancía no cabía en las bodegas y el dinero colmaba los cajones. Y decían que cierta noche un peón espió a través de una rendija al “familiar” en plena labor. Por la impresión, el sujeto enfermó, se le aguó la sangre y murió a los pocos días.
Quienes apreciaban al matrimonio descalificaban las maledicencias y aseguraban que la riqueza era justa recompensa por su dedicación al trabajo y su arraigado fervor
Tomando en cuenta su honestidad y fama de buen cristiano, la Junta de notables nombró a don Canuto Mayordomo de la Virgen del Carmen. Con tan digno cargo, administró honradamente y por largo tiempo las propiedades de la Patrona, producto de las limosnas, promesas y obsequios de los fieles. A la vez que incrementó el sagrado patrimonio, compró tierras, creó nuevas haciendas y aumentó los hatos ganaderos. En sus viajes adquiría valiosas prendas para el joyero de la Virgen, del cual llevó riguroso inventario… En tanto, doña Marta, siempre pendiente del cuidado de la sagrada imagen, encargaba finos mantos y túnicas bordadas de Aguascalientes, para vestir a la Virgen en las fiestas de julio.
Bajo la mayordomía de don Canuto el templo estrenó bancas de cedro, candelabros de cristal cortado y delicadas imágenes de madera tallada. La Virgen refulgía desde su barroco altar, cubierta de oro y piedras preciosas, rodeada de flores, de cirios e incienso. Cuando fue reemplazado del cargo, el tío dejó construidos de su peculio el atrio de mampostería con un arco en cada entrada, y agregó la pequeña torre a la sencilla ermita.
Pero a la torrecilla le hacía falta su campana. Entonces Canuto prometió una, como agradecimiento a la Virgen por tantos favores recibidos. No sería cualquier esquila, sino una campana cantarina y melodiosa que se escuchara por todos los confines… Que elevara al cielo las plegarias envueltas en sus tañidos. Sería la voz del pueblo, sonora y modulada por la exacta aleación de sus metales.
Mediaba l907. Un emisario de don Canuto viajó a la ciudad de Pachuca y contrató a un maestro fundidor, quien mandó a sus ayudantes a la Villa como avanzada. Mientras tanto, doña Marta ya tenía reunidas llaves y pedacería de oro y plata. Y el sacristán Nicolás Romero iba rumbo a Puebla, enviado a tomar clases del arte de tocar campanas, con el campanero mayor de la catedral poblana.
Cuando llegaron los pachuqueños, de inmediato instalaron el horno… y encargaron la manufactura de los moldes de barro, de la proyectada campana, a la fábrica de ladrillos y tejas de los señores Solana, en la vecina ciudad de San Andrés.
Una tarde arribó el maestro fundidor don Escoperino Fuentes, quien tras supervisar el horno, el crisol y los moldes, dio el visto bueno…e informó que su labor comenzaría al día siguiente. Don Canuto dispuso una gradería de tablas para los interesados en presenciar los trabajos, y entusiasmados por la noticia de que no sería una, sino... ¡dos campanas ¡
Al día siguiente la gradería estaba colmada. En lugar preferente del tablado, se encontraban don Canuto y doña Marta; el padre Jiménez, representante del señor obispo; el párroco Reverter con su sobrina; el alcalde don Pancho con su familia; el campanero Nicolás, su esposa y otros invitados...
Tras la bendición impartida por el padre Jiménez, fue encendido el horno, que tardó en alcanzar la temperatura necesaria para el fundido de llaves y pedacerío de plata y oro. Don Canuto y sus invitados, con paciencia observaron la operación. Algunos de los asistentes, aburridos, se retiraron a sus casas…
Al otro día se procedió al vaciado. Los espectadores no creían que esa masa color caramelo era el metal que los pachuqueños hicieron fluir desde los crisoles hasta los moldes de barro. Al término, don Canuto y doña Marta brindaron por el éxito de esa etapa.
Luego de la jornada, ahí estaban los moldes, humeantes aún. Aprisionados por corazas de madera y fajillas de fierro, conteniendo el metal, ya con forma de campana. Se iniciaba el proceso de enfriado. Entonces el maestro Escoperino solicitó a los sacerdotes una oración, coreada respetuosamente por los presentes. Y ante el aviso de que los moldes serían abiertos pasada una semana, la gente comenzó a retirarse.
Los anfitriones agradecieron al maestro fundidor su desempeño con un suculento banquete servido en el jardín de la casona. Fue amenizado por el Concierto de don Darío Moreno, quien dedicó a doña Marta el vals “Campanas de mi pueblo” compuesto especialmente para la ocasión.
Transcurrida la semana, llegó el día esperado. Ante las miradas de asombro, cuidadosamente fueron separados los moldes...Y, por fin… aparecieron dos grandes campanas, grises aún por la acción del calor, esperando ser bruñidas para brillar esplendentes…En cada esquila estaban visibles las leyendas grabadas en alto relieve y con letras estilo romano.
En una se leía: “Yo soy Marta”; en la otra: “Yo soy Canuto”. Y en ambas la inscripción: “Fui fundida en homenaje a Nuestra Señora del Carmen por encargo de Canuto y Marta. Ave María. Gratia Plena. I907”.
Las campanas permanecieron por varios días a la intemperie para que el clima completara el temple. Ahí los fundidores las pulieron hasta hacerlas brillar; mientras, los curiosos aprovecharon para acercarse y tocarlas.
Un fresco domingo, a temprana hora un par de yuntas remolcó las campanas hasta el pie de la torre, donde se encontraban reunidos anfitriones e invitados. Después de la misa dio inicio la maniobra de izar las esquilas hasta el campanario... Bajo la supervisión del maestro Ventura Cárdenas –constructor de la torre del reloj.- la fuerza de muchos brazos, con el apoyo de cables y poleas elevaron los bronces hasta su lugar, en lo alto de la torre.
Y llegó el momento cumbre. A indicaciones del padre Reverter, don Canuto y doña Marta tiraron simultáneamente del cordón dorado e hicieron tañer, por primera vez, las brillantes campanas suspendidas en la torre… Aplausos, estallido de cohetones y el revuelo de blancas palomas enmarcaron el acontecimiento.
Acto seguido, el sacristán Nicolás demostró lo que aprendió en Puebla. Hizo cantar a las campanas…Primero una, en solo…Luego ambas al unísono…Un concierto de ritmos, de sonidos vibrantes y melodiosos que llagaban a los confines del poblado. Fue una gala de musicalidad desparramada a los cuatro puntos. Ya la Villa de Catemaco tenía una voz armónica que subía como plegaria hasta el cielo.
Los toques melodiosos anunciaron al pueblo el comienzo de la fiesta… que por varios años muchos catemaqueños recordaron. Fiesta, sólo comparable a la inauguración de la torre del reloj público, apenas siete años antes. Fueron cinco días de misas, velorios, fandangos, bailes de gala, verbenas, comelitones, charreadas, peleas de gallos, carreras de caballos… Fiestas en las que corrieron en abundancia aguardiente claro, ron, vino, toritos y machucados de frutas…
El repertorio de valses del Concierto Moreno alegró bailes y tertulias. De San Pedro Soteapan llegó la afamada banda de viento de don Bernardino Cordero. El pueblo disfrutó la jocosa mojiganga de Tío Crispín que estrenó la “Porfiria” - en honor a don Porfirio-, “la Tarasca” y otros muñecos chuscos. En los barrios de “abajo” y de la “punta” los fandangos con jarana y zapateado no daban tregua… Y la pirotecnia de los hermanos “Lito” y “Mon” Ortiz, iluminó de colores las noches.
Terminó el jolgorio y volvió la normalidad. La Villa despertaba al toque de sus nuevas campanas. Repicaban para llamar a misa, para indicar el medio día, las tres de la tarde y la hora del Ángelus… Cantaban a vuelo en las misas solemnes, en fiestas y en bienvenidas a distinguidos visitantes…Alertaban sobre desgracias. Doblaban tristes en las póstumas despedidas… y con el vecino reloj marcaban el transcurrir del poblado.
Canuto y Marta no variaban su rutina, negocios, tertulias, viajes y visitas al templo… Pero allá por l9l0 extraños vientos comenzaron a soplar. De tiempo en tiempo el vaporcito “El Rayo”, los periódicos “El Correo de Sotavento”, “El Dictamen” o algún viajero traían noticias de la remota capital. Hablaban de un hacendado norteño, de apellido Madero, que tenía en zozobra al Presidente Díaz…. Se comentaba que en varios puntos de la selva de los Tuxtlas había brotes de insurrección… Y ciertas nubes de tormenta comenzaron a turbar la paz porfiriana…
Más temprano que tarde la resaca de la ola revolucionaria repercutió en el Cantón tuxtleco. Y aunque los pobladores tenían seguro el sustento gracias a la agricultura y a la pesca, la situación comenzó a tornarse difícil. Los hombres abandonaban el campo por temor a la “leva”, y muchos se unieron a los grupos de alzados que se escondían en la montaña. Las cosechas se perdían. Las ventas se desplomaron, no había mucho qué comprar, ni con qué…
Don Porfirio se fue. Madero llegó a la presidencia, pero una irrefrenable turbulencia sacudió al país. Un día de febrero 1913, Madero fue asesinado, la tormenta se agudizó y abarcó hasta los pacíficos poblados del Cantón.
Así, una infeliz ocasión los rebeldes bajaron de la sierran y arrasaron ranchos, sembradíos, alambiques, aserraderos y bodegas de don Canuto. Las piraguas se partían al sol, varadas en la playa. Abrumado por las pérdidas, el comerciante se declaró en quiebra. Y desde el corredor de su casa, arrellanado en su mecedora junto a doña Marta veía pasar los días, como enajenado, sólo pendiente de los repiques de sus campanas y de cumplir su diaria visita a la Virgen del Carmen.
Muy atrás. lejano quedaba el tiempo de la bonanza. El olvido había borrado las maledicencias, las historias de pactos diabólicos, “familiares” y chaneques. Y aunque el cambio de situación no menguó el aprecio hacia el matrimonio, dejó de ser imprescindible en la escasa vida social de la comunidad.
Por esos años una epidemia de cólera asoló la región, y doña Marta fue una de las víctimas. Don Canuto, desesperado, consultó a eminentes médicos, a curanderos y brujos de fama…Mas, ni la ciencia de Galeno, ni las pócimas y limpias libraron a la dama de su cita con la Parca… murió apaciblemente en su casa. El concurrido sepelio y las oraciones fúnebres pronunciadas por el cura y el alcalde confirmaron el aprecio popular… En esa póstuma despedida, el campanero Nicolás hizo tañera a las campanas los más tristes y estremecedores dobles de luto.
En su desolada soledad, el otrora vivaz y dicharachero don Canuto,
se tornó huraño e irascible. Descuidó su persona, no volvió a frecuentar reunión alguna, ni acudió más al templo.. Perdió el apetito y la cordura. Y cuentan que entablaba diálogos imaginarios con su inolvidable Marta y sostenía largos monólogos ante un retrato de don Porfirio que, dedicado de puño y letra por el general, presidió la estancia hogareña en los buenos tiempos…La gente lo empezó a ver con respetuoso recelo.
Un aciago anochecer del año l4, mientras la Villa resistía otro ataque y saqueo de los rebeldes, don Canuto salió al corredor de su casa llevando sobre el pecho, como escudo, el retrato del general Díaz, su antiguo amigo y protector. Con paso vacilante alcanzó a llegar hasta su mecedora y se desplomó. Su corazón no aguantó más. Ahí murió solo y perdido de la razón, el que fuera rico comerciante, muy estimado y respetado ciudadano. Frisaba los sesenta años, no dejaba hijos ni familiares cercanos.
Fue velado una noche tormentosa, barrida por ráfagas de viento norte que apagaban intermitentemente los cirios, mientras el eco de un fragoroso tiroteo acallaba el murmullo de los rezos. Al otro día contados amigos, sorteando el peligro de las balas perdidas, llevaron a don Canuto a su última morada, junto a su amada Marta. En esta ocasión no hubo tumultuosa despedida, ni oraciones fúnebres. Tampoco repique de esquilas… El padre Reverter, el alcalde don Pancho y otros amigos habían muerto…Y nadie supo por qué razón el campanero Nicolás no hizo sonar metálicos adioses a quien tanto había amado a las campanas.
El implacable transcurrir de los años fue desvaneciendo el recuerdo de esa pareja que marcó una época en la vida del poblado. Y que dejó la impronta de sus almas fundida al metal de las sonoras campanas: San Canuto y Santa Marta.
Durante cuatro décadas, esas campanas singularizadas por sus nombres, echaron a volar sus vibrantes repiques que, tal vez, avivarían en muchos el recuerdo de lejanos y apacibles días. En l950 un párroco mandó refundir las esquilas. Sólo una conservó el nombre: “Santa Marta”. El nombre “San Canuto” desapareció.
Las nuevas esquilas perdieron la musical sonoridad característica de las originales…Aquellas campanas que en su aleación amalgamaron jirones de historia pueblerina y la herencia espiritual de dos seres, grabadas en los nombres: Canuto y Marta.
©shg.
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